martes, 6 de octubre de 2015

Rima XXXVII



Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.

Antes que tú me moriré: y mi espíritu
en su empeño tenaz
se sentará a las puertas de la muerte,
esperándote allá.

Con las horas los días, con los días
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo…
¿Quién deja de llamar?

Entonces que tu culpa y tus despojos
la tierra guardará,
lavándote en las ondas de la muerte
como en otro Jordán:

Allí donde el murmullo de la vida
temblando a morir va,
como la ola que a la playa viene
silenciosa a expirar:

Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo cuanto los dos hemos callado
allí lo hemos de hablar.


●Gustavo Adolfo Bécquer ●

lunes, 14 de septiembre de 2015

Love story

Era el tiempo en que las cosas no habían comenzado a ir mal, no cabe duda. Ambos nos hallábamos en el otro, nos sentíamos cómodos en nuestra cápsula de vientos huracanados que nos llevaban a volar libremente a través de las costas de nuestros sueños y nos traían suavemente de vuelta a la orilla de nuestra cruel realidad. Pero siempre estábamos cómodos con nuestras tristezas. Eventualmente tenía la impresión de que disfrutábamos de ellas, o al menos sabíamos sobrellevarlas. Porque juntos, aquel cuerpo oscuro atiborrado de frustración y desesperación pesaba menos y era realmente sencillo cargar con él.

No había tantos desacuerdos por entonces. Te levantabas de la cama y viajabas sin regreso a la otra habitación, de donde provenían siempre esos sonidos fantasiosos, lúgubres y ásperos, que poco a poco se aireaban de suavidad y tomaban un aspecto tenue, una tonalidad pastosa y una perfección progresiva sencillamente profunda. Recuerdo aún tu ritual. Luego de despertar te levantabas, te colocabas aquellas pantuflas grises y comenzabas a arrastrarlas insufriblemente hasta el baño, donde, con la puerta abierta, tomabas tu cepillo de dientes, maldecías al no conseguir la pasta dental en el mismo sitio de la noche anterior y abrías el grifo. Yo, aún en la cama con los ojos cerrados te escuchaba. Aislaba todos los sonidos del exterior. El día naciente, la cacofonía matutina de los carros y el tráfico, los perros, los gallos, los gemidos de las vecinas, las gatas fornicando, los niños iniciando su ritual de llanto diario, las puertas oxidadas que clamaban una gota de aceite lubricante, las ventanas golpeteando suave y lentamente a causa del viento tenue de noviembre, el techo resquebrajándose, las hormigas trabajando, los árboles de la plaza moviéndose, los pájaros incesantes y las odiosas palomas haraganes. Aislaba todo esto de un modo extraño, de uno que ni siquiera el eco de esta solitaria ciudad colmada de gente llegaba a mis oídos como algún sonido del pasado, ni como un susurro, ni como un fantasma…nada. Todo se enmudecía y me limitaba a escuchar tus sonidos, tu respiración dificultosa, tu arrastrar de pies, tus huesos al estirarse, tus maldiciones y tu rascadura de espalda. Al abrir el grifo primero te lavabas la cara. Tomabas el jabón, lo humedecías y restregabas tu frente, párpados, mejillas, quijada y nariz. Dejabas al jabón resbalar en el lavamanos y te cepillabas. Oía el gutural sonido de las cerdas raspando tu esmalte, tus encías y luego escuchaba el asqueante sonido de la limpieza de tu lengua, siempre de una forma tan programada, ordenada, paso tras paso, sin pasar ninguno por alto y sin intercambiar el orden. Los únicos días distintos eran los jueves, cuando te afeitabas. Estos días demorabas un poco más, sacudías constantemente los vellos sobrantes de la afeitadora contra el lavamanos y maldecías un poco más que de costumbre. Lo que más me gustaba de los días jueves era el olor cítrico y refrescante de aquella espuma de afeitar que usabas. Siempre era lo mismo. Yo, a pesar de los tres años que llevaba escuchándote, siempre me era interesante sumergirme en esos sonidos cotidianos producidos por ti, desde que te levantabas hasta cuando dormías. Después de ir al baño te introducías con un letargo acumulado a la habitación de estudio. A partir de allí no volvía a saber de ti hasta la hora del almuerzo (cuando iba a almorzar), pues yo también me perdía del mundo. La diferencia era que yo lo hacía fuera y tú te quedabas allí.

Así te recuerdo, amor. Sumido en tu mundo de sonidos en aquel moridero de ilusiones en el que solíamos ser felices. Mientras tanto, yo huía de ese lugar muerto en el que las personas infundían un frenesí de feria humana olorosa a peces muertos y me perdía en el devaneo de las calles sucias, tomando fotografías, leyendo libros, mirando caminar a la gente, fumando y pensando, sobre todo pensando. Pensaba en lo triste de vivir arrastrando sueños raídos, casi borrosos, como escritos a prisa en un papel que ha pasado muchos años de manos en manos, testigo de lágrimas, gritos, borrones y pequeñas roturas. Y era esa la tristeza que me consumía en silencio y me llevaba –nos llevaba- hacia aquel irrevocable destino. Nos consumíamos en aquella vida, en el asedio de aquel sopor obnubilado que nos invadió para siempre.

Poco menos de un año después sucedió lo que ambos sabíamos en silencio. Un día de octubre el humor del cielo se descompuso y derramó sobre ti una furia rayana en odio hacia mí que te hizo volcar todo el sedimento de tu frustración en contra de mi vida, y la tuya. Luego de cepillarte los dientes y arrastrar tus pantuflas hacia la cama, me abrazaste con la más ingente amargura que podías sentir y me besaste por última vez, como nunca. Con una delicadeza alicaída y acariciando grácilmente mis mejillas. No dijiste una palabra. Te quedaste un rato en cama, junto a mí. Tenías el cuerpo más tibio de lo normal y un temblor en la mano izquierda que sólo en la quietud de mi consciencia podía percibir. Tomaste las tazas, me pediste que nos recostáramos en el espaldar de la vieja cama, propusiste un brindis ´por la vida´ y bebimos de aquella infusión. Bebimos lentamente hasta agotarla. Sabías que no quedaba mucho tiempo. Tomaste tu violín y erguido comenzaste a tocar, tocaste débilmente una única piezaque me hacía recordar nuestra antigua historia de amor disuelta en la lluvia de algún noviembre extraviado en los recuerdos. No tocaste la última frase. Te detuviste y parecías regresar de muy lejos y de mucho tiempo. En la ligera oscuridad vi que ya tus labios tenían la misma coloración morada de cadáver y no podías ahora dominar el temblor de las manos. Volviste a abrazarme y no supe más de la realidad.

Al abrir los ojos en aquel hospital supe que lo habías planeado mal. Algo se te pasó por alto. Tal vez la dosis, tal vez tomaste el frasco equivocado o simplemente querías un poco más de drama. Hace nueve meses de tu juicio. Y hoy, entre esta colección de personas muertas mantengo mis dudas. ¿Lo habrías planeado así o, todo terminó saliendo mejor? No lo soportaste, amor. No sé si lo peor fue seguir vivo o no haber acabado conmigo aquella noche. Las personas dijeron que la última vez que te vieron en tu celda estabas envuelto en un paroxismo de felicidad y a pocas horas, cuando finalmente guardaste silencio, supieron que te habías colgado.

Hace dos meses que te metieron en esta fosa común. Ya te habrás descompuesto casi totalmente. Se vuelve a acercar octubre. Y yo siento todo tan fresco y oloroso como aquel día.¿Sabes? Tienes suerte de estar allí. Yo continúo sumergida en un manantial de revelaciones indeseables mientras echo de menos la forma en que me ayudaste a sobrellevar la agonía con el mismo amor con el que me llevaste a descubrir la dicha. Me has llevado contigo. Aún escucho tus pantuflas, tus notas, tus guturales sonidos, tu cepillo de dientes raspando tu lengua y me pregunto entre el llanto: ¿por qué no habrías de soportarlo? ¿Sentirás algo justo ahora? ¿Qué sentirás al ver que en tu vida todo lo hiciste mal? Porque hasta la muerte te salió mal. Los confines entre la vida y la muerte son delgados cuando se existe sin vivir.


Así te recuerdo, amor. Así fue nuestra historia de amor.

sábado, 22 de agosto de 2015

You won't see me.

Al momento de escribir esto que a continuación muestro, pensé: no debo publicarlo hoy. Es tan corto, tan vago y con una validez literaria casi nula. Pensé en continuarlo otro día, cuando me sienta con mejor semblante. Pero, algo en mí me hizo pensar, luego de leerlo que no necesita nada más. Pues así, vago, sencillo e inopio de lucidez expresa lo que tengo dentro tal cual lo siento.

Ese día dijiste, mientras fumabas tu cigarrillo: tal vez volvamos a encontrarnos. En ese momento no supe qué decirte, cualquier palabra que intentaba dejar escapar se quedaba ahogada en mi garganta a raíz de esa extraña fuerza que sentía que tapaba mi boca. Pero sólo ahora, meses después, veo cuán equivocado estabas, amor. Pues, si algún día vuelves a encontrarme, si algún día te encuentras con una chica envejecida de mirada triste, sonrisa tenue, cabellos llevados al viento, caminar pausado y de palabras rebuscadas, y crees que soy yo; te insto a que me mires fijamente. Así sabrás que no lo soy y verás que hallaste a un cuerpo sin vida, sin alma, sin tristeza y sin felicidad. Sólo un existente amasijo de carne y huesos que vaga síncope por el mundo; te pido: no te enamores de eso. Porque a mí, a mí no me verás.

lunes, 27 de julio de 2015

Marcha fúnebre (un mal cuento).


Cada día que lo veía sonreír melancólicamente al escuchar sus pasos acercarse a él, una estruendosa heterofonía de voces, gritos y ruidos se paseaba en los desvanes de su cerebro. No apartaba los cinco sentidos de su silueta despierta mientras se preguntaba: ¿qué hará este hombre taciturno aquí, esperando por mí? ¿Por qué no tomará sus sueños y se largará a darles forma y color?

Ella no concebía tranquilidad porque sabía muy bien que no solo se arrastraba a ella hacia ese menguado destino, sino que lo llevaba a él de su mano. Juntos estaban emprendiendo un camino que los llevaría hacia una estéril consumación de sus vidas, pues ella ya estaba demasiado mal, y él lo suficiente como para no ayudarla.

Durante varios días ella se alejaba, saboreando en el encono de su mente lo que creía que sería la solución. En su cabeza ya germinaba la idea del antillano Jeremiah de Saint-Amour. Él nunca comprendía su necesidad de estar sola, sus ganas de quedarse en casa durante varios días, sin embargo, cuando volvía a verla, la recibía nuevamente con su usual sonrisa melancólica y, como era de costumbre, en ella borboritaban las mismas preguntas.

Nadie comprendía lo que pasaba por su mente cada vez que se quedaba absorta divisando cada atardecer desde su estrecha ventana. Nadie comprendía que su vida ya no le pertenecía y que la tristeza se la había robado desde hacía algunos años. Nadie sabía que ya nada le laceraba el alma, porque ya ésta se había ido de este mundo de mortales.

Una mañana de octubre decidió quedarse en casa para ver de cerca el episodio más importante de su vida. Invitó a Chopin y escuchando la Marcha fúnebre decidió ponerse a salvo de los tormentos de la memoria y del futuro con el sahumerio de cianuro de oro que llevaba meses preparando a la luz muerta de cada atardecer. Al lado de la cama, en su mesita atiborrada de frascos y libros, dejó una página que arrancó de un libro y en la que escribió al pie: amor, ahora puedes cumplirlos. Ella durmió feliz para siempre, disfrutando como nadie aquella eutanasia demente a la que se entregó, porque supo desde siempre que ya lo peor había pasado.

sábado, 18 de julio de 2015

Op. 7. N°1. (Un asomo a la poesía contemporánea)

Estoy sentada
Viéndome morir,
Ya no oigo las notas
De los lejanos preludios,
Asiduos acompañantes
De mi estómago vacío.

No estoy mirando alrededor,
Ni quiero ya nuevas sensaciones,
Porque a la muerte se llega
Sin contrariedad
Únicamente mirando
Los fantasmas de otras épocas.

Pero ya no,
Ya no hay tiempo,
Todo debe ser resumido
Al instante de morir.