lunes, 27 de julio de 2015

Marcha fúnebre (un mal cuento).


Cada día que lo veía sonreír melancólicamente al escuchar sus pasos acercarse a él, una estruendosa heterofonía de voces, gritos y ruidos se paseaba en los desvanes de su cerebro. No apartaba los cinco sentidos de su silueta despierta mientras se preguntaba: ¿qué hará este hombre taciturno aquí, esperando por mí? ¿Por qué no tomará sus sueños y se largará a darles forma y color?

Ella no concebía tranquilidad porque sabía muy bien que no solo se arrastraba a ella hacia ese menguado destino, sino que lo llevaba a él de su mano. Juntos estaban emprendiendo un camino que los llevaría hacia una estéril consumación de sus vidas, pues ella ya estaba demasiado mal, y él lo suficiente como para no ayudarla.

Durante varios días ella se alejaba, saboreando en el encono de su mente lo que creía que sería la solución. En su cabeza ya germinaba la idea del antillano Jeremiah de Saint-Amour. Él nunca comprendía su necesidad de estar sola, sus ganas de quedarse en casa durante varios días, sin embargo, cuando volvía a verla, la recibía nuevamente con su usual sonrisa melancólica y, como era de costumbre, en ella borboritaban las mismas preguntas.

Nadie comprendía lo que pasaba por su mente cada vez que se quedaba absorta divisando cada atardecer desde su estrecha ventana. Nadie comprendía que su vida ya no le pertenecía y que la tristeza se la había robado desde hacía algunos años. Nadie sabía que ya nada le laceraba el alma, porque ya ésta se había ido de este mundo de mortales.

Una mañana de octubre decidió quedarse en casa para ver de cerca el episodio más importante de su vida. Invitó a Chopin y escuchando la Marcha fúnebre decidió ponerse a salvo de los tormentos de la memoria y del futuro con el sahumerio de cianuro de oro que llevaba meses preparando a la luz muerta de cada atardecer. Al lado de la cama, en su mesita atiborrada de frascos y libros, dejó una página que arrancó de un libro y en la que escribió al pie: amor, ahora puedes cumplirlos. Ella durmió feliz para siempre, disfrutando como nadie aquella eutanasia demente a la que se entregó, porque supo desde siempre que ya lo peor había pasado.