Era el tiempo en que las cosas no habían
comenzado a ir mal, no cabe duda. Ambos nos hallábamos en el otro, nos
sentíamos cómodos en nuestra cápsula de vientos huracanados que nos llevaban a
volar libremente a través de las costas de nuestros sueños y nos traían
suavemente de vuelta a la orilla de nuestra cruel realidad. Pero siempre
estábamos cómodos con nuestras tristezas. Eventualmente tenía la impresión de
que disfrutábamos de ellas, o al menos sabíamos sobrellevarlas. Porque juntos,
aquel cuerpo oscuro atiborrado de frustración y desesperación pesaba menos y
era realmente sencillo cargar con él.
No había tantos desacuerdos por entonces. Te
levantabas de la cama y viajabas sin regreso a la otra habitación, de donde
provenían siempre esos sonidos fantasiosos, lúgubres y ásperos, que poco a poco
se aireaban de suavidad y tomaban un aspecto tenue, una tonalidad pastosa y una
perfección progresiva sencillamente profunda. Recuerdo aún tu ritual. Luego de despertar te levantabas, te
colocabas aquellas pantuflas grises y comenzabas a arrastrarlas insufriblemente
hasta el baño, donde, con la puerta abierta, tomabas tu cepillo de dientes,
maldecías al no conseguir la pasta dental en el mismo sitio de la noche anterior
y abrías el grifo. Yo, aún en la cama con los ojos cerrados te escuchaba.
Aislaba todos los sonidos del exterior. El día naciente, la cacofonía matutina
de los carros y el tráfico, los perros, los gallos, los gemidos de las vecinas,
las gatas fornicando, los niños iniciando su ritual de llanto diario, las
puertas oxidadas que clamaban una gota de aceite lubricante, las ventanas
golpeteando suave y lentamente a causa del viento tenue de noviembre, el techo
resquebrajándose, las hormigas trabajando, los árboles de la plaza moviéndose,
los pájaros incesantes y las odiosas palomas haraganes. Aislaba todo esto de un
modo extraño, de uno que ni siquiera el eco de esta solitaria ciudad colmada de
gente llegaba a mis oídos como algún sonido del pasado, ni como un susurro, ni
como un fantasma…nada. Todo se enmudecía y me limitaba a escuchar tus sonidos,
tu respiración dificultosa, tu arrastrar de pies, tus huesos al estirarse, tus
maldiciones y tu rascadura de espalda. Al abrir el grifo primero te lavabas la
cara. Tomabas el jabón, lo humedecías y restregabas tu frente, párpados,
mejillas, quijada y nariz. Dejabas al jabón resbalar en el lavamanos y te
cepillabas. Oía el gutural sonido de las cerdas raspando tu esmalte, tus encías
y luego escuchaba el asqueante sonido de la limpieza de tu lengua, siempre de
una forma tan programada, ordenada, paso tras paso, sin pasar ninguno por alto
y sin intercambiar el orden. Los únicos días distintos eran los jueves, cuando
te afeitabas. Estos días demorabas un poco más, sacudías constantemente los
vellos sobrantes de la afeitadora contra el lavamanos y maldecías un poco más que
de costumbre. Lo que más me gustaba de los días jueves era el olor cítrico y
refrescante de aquella espuma de afeitar que usabas. Siempre era lo mismo. Yo,
a pesar de los tres años que llevaba escuchándote, siempre me era interesante
sumergirme en esos sonidos cotidianos producidos por ti, desde que te
levantabas hasta cuando dormías. Después de ir al baño te introducías con un
letargo acumulado a la habitación de estudio. A partir de allí no volvía a saber
de ti hasta la hora del almuerzo (cuando iba a almorzar), pues yo también me
perdía del mundo. La diferencia era que yo lo hacía fuera y tú te quedabas
allí.
Así te recuerdo, amor. Sumido en tu mundo de
sonidos en aquel moridero de ilusiones en el que solíamos ser felices. Mientras
tanto, yo huía de ese lugar muerto en el que las personas infundían un frenesí
de feria humana olorosa a peces muertos y me perdía en el devaneo de las calles
sucias, tomando fotografías, leyendo libros, mirando caminar a la gente,
fumando y pensando, sobre todo pensando. Pensaba en lo triste de vivir
arrastrando sueños raídos, casi borrosos, como escritos a prisa en un papel que
ha pasado muchos años de manos en manos, testigo de lágrimas, gritos, borrones
y pequeñas roturas. Y era esa la tristeza que me consumía en silencio y me
llevaba –nos llevaba- hacia aquel irrevocable destino. Nos consumíamos en
aquella vida, en el asedio de aquel sopor obnubilado que nos invadió para
siempre.
Poco menos de un año después sucedió lo que
ambos sabíamos en silencio. Un día de octubre el humor del cielo se descompuso
y derramó sobre ti una furia rayana en odio hacia mí que te hizo volcar todo el
sedimento de tu frustración en contra de mi vida, y la tuya. Luego de
cepillarte los dientes y arrastrar tus pantuflas hacia la cama, me abrazaste
con la más ingente amargura que podías sentir y me besaste por última vez, como
nunca. Con una delicadeza alicaída y acariciando grácilmente mis mejillas. No
dijiste una palabra. Te quedaste un rato en cama, junto a mí. Tenías el cuerpo
más tibio de lo normal y un temblor en la mano izquierda que sólo en la quietud
de mi consciencia podía percibir. Tomaste las tazas, me pediste que nos
recostáramos en el espaldar de la vieja cama, propusiste un brindis ´por la
vida´ y bebimos de aquella infusión. Bebimos lentamente hasta agotarla. Sabías
que no quedaba mucho tiempo. Tomaste tu violín y erguido comenzaste a tocar,
tocaste débilmente una única piezaque me hacía recordar nuestra antigua
historia de amor disuelta en la lluvia de algún noviembre extraviado en los
recuerdos. No tocaste la última frase. Te detuviste y parecías regresar de muy
lejos y de mucho tiempo. En la ligera oscuridad vi que ya tus labios tenían la
misma coloración morada de cadáver y no podías ahora dominar el temblor de las
manos. Volviste a abrazarme y no supe más de la realidad.
Al abrir los ojos en aquel hospital supe que
lo habías planeado mal. Algo se te pasó por alto. Tal vez la dosis, tal vez
tomaste el frasco equivocado o simplemente querías un poco más de drama. Hace
nueve meses de tu juicio. Y hoy, entre esta colección de personas muertas
mantengo mis dudas. ¿Lo habrías planeado así o, todo terminó saliendo mejor? No
lo soportaste, amor. No sé si lo peor fue seguir vivo o no haber acabado
conmigo aquella noche. Las personas dijeron que la última vez que te vieron en
tu celda estabas envuelto en un paroxismo de felicidad y a pocas horas, cuando
finalmente guardaste silencio, supieron que te habías colgado.
Hace dos meses que te metieron en esta fosa
común. Ya te habrás descompuesto casi totalmente. Se vuelve a acercar octubre.
Y yo siento todo tan fresco y oloroso como aquel día.¿Sabes?
Tienes suerte de estar allí. Yo continúo sumergida en un manantial de
revelaciones indeseables mientras echo de menos la forma en que me ayudaste a
sobrellevar la agonía con el mismo amor con el que me llevaste a descubrir la
dicha. Me has llevado contigo. Aún escucho tus pantuflas, tus notas, tus
guturales sonidos, tu cepillo de dientes raspando tu lengua y me pregunto entre
el llanto: ¿por qué no habrías de soportarlo? ¿Sentirás algo justo ahora? ¿Qué
sentirás al ver que en tu vida todo lo hiciste mal? Porque hasta la muerte te
salió mal. Los confines entre la vida y la muerte son delgados cuando se existe
sin vivir.
Así te recuerdo, amor. Así fue nuestra
historia de amor.