lunes, 14 de septiembre de 2015

Love story

Era el tiempo en que las cosas no habían comenzado a ir mal, no cabe duda. Ambos nos hallábamos en el otro, nos sentíamos cómodos en nuestra cápsula de vientos huracanados que nos llevaban a volar libremente a través de las costas de nuestros sueños y nos traían suavemente de vuelta a la orilla de nuestra cruel realidad. Pero siempre estábamos cómodos con nuestras tristezas. Eventualmente tenía la impresión de que disfrutábamos de ellas, o al menos sabíamos sobrellevarlas. Porque juntos, aquel cuerpo oscuro atiborrado de frustración y desesperación pesaba menos y era realmente sencillo cargar con él.

No había tantos desacuerdos por entonces. Te levantabas de la cama y viajabas sin regreso a la otra habitación, de donde provenían siempre esos sonidos fantasiosos, lúgubres y ásperos, que poco a poco se aireaban de suavidad y tomaban un aspecto tenue, una tonalidad pastosa y una perfección progresiva sencillamente profunda. Recuerdo aún tu ritual. Luego de despertar te levantabas, te colocabas aquellas pantuflas grises y comenzabas a arrastrarlas insufriblemente hasta el baño, donde, con la puerta abierta, tomabas tu cepillo de dientes, maldecías al no conseguir la pasta dental en el mismo sitio de la noche anterior y abrías el grifo. Yo, aún en la cama con los ojos cerrados te escuchaba. Aislaba todos los sonidos del exterior. El día naciente, la cacofonía matutina de los carros y el tráfico, los perros, los gallos, los gemidos de las vecinas, las gatas fornicando, los niños iniciando su ritual de llanto diario, las puertas oxidadas que clamaban una gota de aceite lubricante, las ventanas golpeteando suave y lentamente a causa del viento tenue de noviembre, el techo resquebrajándose, las hormigas trabajando, los árboles de la plaza moviéndose, los pájaros incesantes y las odiosas palomas haraganes. Aislaba todo esto de un modo extraño, de uno que ni siquiera el eco de esta solitaria ciudad colmada de gente llegaba a mis oídos como algún sonido del pasado, ni como un susurro, ni como un fantasma…nada. Todo se enmudecía y me limitaba a escuchar tus sonidos, tu respiración dificultosa, tu arrastrar de pies, tus huesos al estirarse, tus maldiciones y tu rascadura de espalda. Al abrir el grifo primero te lavabas la cara. Tomabas el jabón, lo humedecías y restregabas tu frente, párpados, mejillas, quijada y nariz. Dejabas al jabón resbalar en el lavamanos y te cepillabas. Oía el gutural sonido de las cerdas raspando tu esmalte, tus encías y luego escuchaba el asqueante sonido de la limpieza de tu lengua, siempre de una forma tan programada, ordenada, paso tras paso, sin pasar ninguno por alto y sin intercambiar el orden. Los únicos días distintos eran los jueves, cuando te afeitabas. Estos días demorabas un poco más, sacudías constantemente los vellos sobrantes de la afeitadora contra el lavamanos y maldecías un poco más que de costumbre. Lo que más me gustaba de los días jueves era el olor cítrico y refrescante de aquella espuma de afeitar que usabas. Siempre era lo mismo. Yo, a pesar de los tres años que llevaba escuchándote, siempre me era interesante sumergirme en esos sonidos cotidianos producidos por ti, desde que te levantabas hasta cuando dormías. Después de ir al baño te introducías con un letargo acumulado a la habitación de estudio. A partir de allí no volvía a saber de ti hasta la hora del almuerzo (cuando iba a almorzar), pues yo también me perdía del mundo. La diferencia era que yo lo hacía fuera y tú te quedabas allí.

Así te recuerdo, amor. Sumido en tu mundo de sonidos en aquel moridero de ilusiones en el que solíamos ser felices. Mientras tanto, yo huía de ese lugar muerto en el que las personas infundían un frenesí de feria humana olorosa a peces muertos y me perdía en el devaneo de las calles sucias, tomando fotografías, leyendo libros, mirando caminar a la gente, fumando y pensando, sobre todo pensando. Pensaba en lo triste de vivir arrastrando sueños raídos, casi borrosos, como escritos a prisa en un papel que ha pasado muchos años de manos en manos, testigo de lágrimas, gritos, borrones y pequeñas roturas. Y era esa la tristeza que me consumía en silencio y me llevaba –nos llevaba- hacia aquel irrevocable destino. Nos consumíamos en aquella vida, en el asedio de aquel sopor obnubilado que nos invadió para siempre.

Poco menos de un año después sucedió lo que ambos sabíamos en silencio. Un día de octubre el humor del cielo se descompuso y derramó sobre ti una furia rayana en odio hacia mí que te hizo volcar todo el sedimento de tu frustración en contra de mi vida, y la tuya. Luego de cepillarte los dientes y arrastrar tus pantuflas hacia la cama, me abrazaste con la más ingente amargura que podías sentir y me besaste por última vez, como nunca. Con una delicadeza alicaída y acariciando grácilmente mis mejillas. No dijiste una palabra. Te quedaste un rato en cama, junto a mí. Tenías el cuerpo más tibio de lo normal y un temblor en la mano izquierda que sólo en la quietud de mi consciencia podía percibir. Tomaste las tazas, me pediste que nos recostáramos en el espaldar de la vieja cama, propusiste un brindis ´por la vida´ y bebimos de aquella infusión. Bebimos lentamente hasta agotarla. Sabías que no quedaba mucho tiempo. Tomaste tu violín y erguido comenzaste a tocar, tocaste débilmente una única piezaque me hacía recordar nuestra antigua historia de amor disuelta en la lluvia de algún noviembre extraviado en los recuerdos. No tocaste la última frase. Te detuviste y parecías regresar de muy lejos y de mucho tiempo. En la ligera oscuridad vi que ya tus labios tenían la misma coloración morada de cadáver y no podías ahora dominar el temblor de las manos. Volviste a abrazarme y no supe más de la realidad.

Al abrir los ojos en aquel hospital supe que lo habías planeado mal. Algo se te pasó por alto. Tal vez la dosis, tal vez tomaste el frasco equivocado o simplemente querías un poco más de drama. Hace nueve meses de tu juicio. Y hoy, entre esta colección de personas muertas mantengo mis dudas. ¿Lo habrías planeado así o, todo terminó saliendo mejor? No lo soportaste, amor. No sé si lo peor fue seguir vivo o no haber acabado conmigo aquella noche. Las personas dijeron que la última vez que te vieron en tu celda estabas envuelto en un paroxismo de felicidad y a pocas horas, cuando finalmente guardaste silencio, supieron que te habías colgado.

Hace dos meses que te metieron en esta fosa común. Ya te habrás descompuesto casi totalmente. Se vuelve a acercar octubre. Y yo siento todo tan fresco y oloroso como aquel día.¿Sabes? Tienes suerte de estar allí. Yo continúo sumergida en un manantial de revelaciones indeseables mientras echo de menos la forma en que me ayudaste a sobrellevar la agonía con el mismo amor con el que me llevaste a descubrir la dicha. Me has llevado contigo. Aún escucho tus pantuflas, tus notas, tus guturales sonidos, tu cepillo de dientes raspando tu lengua y me pregunto entre el llanto: ¿por qué no habrías de soportarlo? ¿Sentirás algo justo ahora? ¿Qué sentirás al ver que en tu vida todo lo hiciste mal? Porque hasta la muerte te salió mal. Los confines entre la vida y la muerte son delgados cuando se existe sin vivir.


Así te recuerdo, amor. Así fue nuestra historia de amor.