Una corta
historia matutina...
Despierto
y siento ese frío tan característico de ciertos días del año, y pienso: es
noviembre. Me aferro a lo único que dejó aquella brisa que llegó aparentando
ser cálida pero que hoy quiere marcharse a lugares más fríos, haciéndome recordar
cuán nostálgico ha sido este año que insiste en disfrazarse de felicidad.
Aferrada a esa abulia que quedó, o mejor dicho, que dejó, pienso en si mirar a
la pared en la que está colgado un calendario sea conveniente, vacilo en
hacerlo, y termino por voltear hacia el lado opuesto. Entiendo que en pocos
segundos mi mente volverá a estar donde siempre mientras mi cuerpo parece un
amasijo de vacío envuelto en sábanas humedecidas con agua salada. Si no hago
algo pronto volveré al mismo lugar, a la misma sensación, a la misma calle de
grises recuerdos sin semáforos que induzcan cambio alguno de dirección, sin
letreros que me digan dónde estoy o a dónde puedo ir. La odisea de los
recuerdos reaparece y va tomándome lentamente, trayendo a mí aquel noviembre,
aquel último noviembre en el que dejé de ver tus ojos. Me transporta y de
repente me veo con apenas dieciséis años de vida, visto de azul y camino por la
misma calle, que ahora luce diferente. Es medianamente colorida, extensa,
cálida e inusitada por otras personas, está totalmente sola. Únicamente me
encuentro yo, rodeada de colores, casas vacías pero llenas de vida, hay
plantas, un cielo totalmente despejado y un voraz sol que se hace agradable a
mi piel. Al fin aparecen señales, flechas rectas pintadas de blanco en el pavimento
oscuro, pienso en si son para mí o para alguien más; pero nadie camina conmigo,
pronto se hace evidente que intentan decirme hacia dónde debo ir. Sigo
caminando en busca de más señales, tratando de ocultar que en realidad es a
alguien en específico a quien busco. Aparecen rostros, todos desconocidos, robo
un poco de positivismo de aquellos colores y sigo caminando, tratando de no
decepcionarme, comienzo a ver letreros que anuncian que estoy justamente en el
kilómetro 374, y ahora, en esa esquina, un mensaje en el pavimento que me
obliga a detenerme, metros más adelante, un paso peatonal. Y pasas tú, dando
los mismos pasos lánguidos que di yo aquel 20 de julio mientras escuchaba el
lacerante sonido de los zapatos de mamá buscando algo que jamás encontró. Tu
mirada emana la misma tristeza recóndita, característica de quien no es feliz
con lo que está viviendo. Trato de hablarte, de gritar que estoy allí, que me
saques de esa calle que no me lleva a ninguna parte, pero no puedes oírme, solo
señalas con tu dedo a mi lado, volteo y extrañamente alguien me acompaña. Creí
viajar sola. Le pregunto a ese rostro desconocido si siempre ha estado allí,
pero tampoco él puede escucharme, probablemente porque se encuentra caminando
en otra calle vacía, similar a la mía, probablemente porque cree que viaja
solo, al igual que yo. Te miro otra vez y logro leer en tus labios que dices
“son las reglas”. Terminas de pasar justo en frente de mí, y sigues otro
camino. Ahora continúo caminando, sin buscar a nadie, y el rostro desconocido
comienza a ser familiar, descubro que es solo un hombre de ningún lugar,
caminando en una calle de ningún lugar, sin saber a dónde va y haciendo planes
para nadie, al igual que yo. Termino por acostumbrarme a su presencia mientras
observo el primer cambio en mí, ahora tengo veintiún años y conozco a la
perfección a mi compañero de camino. Otro cambio, ya no me ilusiono. Y el
último, ya no sonrío con sinceridad, porque al hacerlo varias partes del cuerpo
quedan doliéndome. El cielo que fue despejado, copia la tonalidad gris de tus
ojos y los colores de la calle comienzan a escurrir con el agua, se van
dilucidando las pinceladas de acuarela que diste sobre el lienzo de mi calle,
de mi vida. Y me pregunto, ¿por qué pintaste con acuarela?. A veces pienso si
creíste que nunca llovería. Y termino por ver -junto a mi compañero- cómo todos
los colores se mezclan en el pavimento, formando un charco oscuro, denso, que
impide que ambos caminemos con facilidad.
El largo y sinuoso camino que antes me llevaba a tu puerta, hoy me
lleva a ese “ningún lugar” al que vamos los que perdemos la capacidad de
querer. Otra vez, allí. El castigo de los recuerdos comienza a marcharse y las
imágenes del pasado que rápidamente atisbaban mis ojos dejan de pasar. Mis
párpados aun no quieren abrirse y comienzo a sentir ese frío con el que inició
todo, acompañado de una afanosa lluvia. Volteo hacia el lado opuesto, humedezco
la almohada, abro lentamente los párpados y todo queda confirmado, es
noviembre. Sigo en la calle, solo que ahora con los ojos bien abiertos. Esa
misma calle que me alejó de ti, y que hoy te trae de vuelta, a ti, que te
disfrazas de soledad. Ahora solo veo oscuridad, y pienso en aquella línea de
Axl Rose en la que dice que nada dura para siempre, incluso esta fría lluvia de
noviembre.