domingo, 10 de noviembre de 2013

La fría lluvia de noviembre

Una corta historia matutina...

   Despierto y siento ese frío tan característico de ciertos días del año, y pienso: es noviembre. Me aferro a lo único que dejó aquella brisa que llegó aparentando ser cálida pero que hoy quiere marcharse a lugares más fríos, haciéndome recordar cuán nostálgico ha sido este año que insiste en disfrazarse de felicidad. Aferrada a esa abulia que quedó, o mejor dicho, que dejó, pienso en si mirar a la pared en la que está colgado un calendario sea conveniente, vacilo en hacerlo, y termino por voltear hacia el lado opuesto. Entiendo que en pocos segundos mi mente volverá a estar donde siempre mientras mi cuerpo parece un amasijo de vacío envuelto en sábanas humedecidas con agua salada. Si no hago algo pronto volveré al mismo lugar, a la misma sensación, a la misma calle de grises recuerdos sin semáforos que induzcan cambio alguno de dirección, sin letreros que me digan dónde estoy o a dónde puedo ir. La odisea de los recuerdos reaparece y va tomándome lentamente, trayendo a mí aquel noviembre, aquel último noviembre en el que dejé de ver tus ojos. Me transporta y de repente me veo con apenas dieciséis años de vida, visto de azul y camino por la misma calle, que ahora luce diferente. Es medianamente colorida, extensa, cálida e inusitada por otras personas, está totalmente sola. Únicamente me encuentro yo, rodeada de colores, casas vacías pero llenas de vida, hay plantas, un cielo totalmente despejado y un voraz sol que se hace agradable a mi piel. Al fin aparecen señales, flechas rectas pintadas de blanco en el pavimento oscuro, pienso en si son para mí o para alguien más; pero nadie camina conmigo, pronto se hace evidente que intentan decirme hacia dónde debo ir. Sigo caminando en busca de más señales, tratando de ocultar que en realidad es a alguien en específico a quien busco. Aparecen rostros, todos desconocidos, robo un poco de positivismo de aquellos colores y sigo caminando, tratando de no decepcionarme, comienzo a ver letreros que anuncian que estoy justamente en el kilómetro 374, y ahora, en esa esquina, un mensaje en el pavimento que me obliga a detenerme, metros más adelante, un paso peatonal. Y pasas tú, dando los mismos pasos lánguidos que di yo aquel 20 de julio mientras escuchaba el lacerante sonido de los zapatos de mamá buscando algo que jamás encontró. Tu mirada emana la misma tristeza recóndita, característica de quien no es feliz con lo que está viviendo. Trato de hablarte, de gritar que estoy allí, que me saques de esa calle que no me lleva a ninguna parte, pero no puedes oírme, solo señalas con tu dedo a mi lado, volteo y extrañamente alguien me acompaña. Creí viajar sola. Le pregunto a ese rostro desconocido si siempre ha estado allí, pero tampoco él puede escucharme, probablemente porque se encuentra caminando en otra calle vacía, similar a la mía, probablemente porque cree que viaja solo, al igual que yo. Te miro otra vez y logro leer en tus labios que dices “son las reglas”. Terminas de pasar justo en frente de mí, y sigues otro camino. Ahora continúo caminando, sin buscar a nadie, y el rostro desconocido comienza a ser familiar, descubro que es solo un hombre de ningún lugar, caminando en una calle de ningún lugar, sin saber a dónde va y haciendo planes para nadie, al igual que yo. Termino por acostumbrarme a su presencia mientras observo el primer cambio en mí, ahora tengo veintiún años y conozco a la perfección a mi compañero de camino. Otro cambio, ya no me ilusiono. Y el último, ya no sonrío con sinceridad, porque al hacerlo varias partes del cuerpo quedan doliéndome. El cielo que fue despejado, copia la tonalidad gris de tus ojos y los colores de la calle comienzan a escurrir con el agua, se van dilucidando las pinceladas de acuarela que diste sobre el lienzo de mi calle, de mi vida. Y me pregunto, ¿por qué pintaste con acuarela?. A veces pienso si creíste que nunca llovería. Y termino por ver -junto a mi compañero- cómo todos los colores se mezclan en el pavimento, formando un charco oscuro, denso, que impide que ambos caminemos con facilidad. 



      El largo y sinuoso camino que antes me llevaba a tu puerta, hoy me lleva a ese “ningún lugar” al que vamos los que perdemos la capacidad de querer. Otra vez, allí. El castigo de los recuerdos comienza a marcharse y las imágenes del pasado que rápidamente atisbaban mis ojos dejan de pasar. Mis párpados aun no quieren abrirse y comienzo a sentir ese frío con el que inició todo, acompañado de una afanosa lluvia. Volteo hacia el lado opuesto, humedezco la almohada, abro lentamente los párpados y todo queda confirmado, es noviembre. Sigo en la calle, solo que ahora con los ojos bien abiertos. Esa misma calle que me alejó de ti, y que hoy te trae de vuelta, a ti, que te disfrazas de soledad. Ahora solo veo oscuridad, y pienso en aquella línea de Axl Rose en la que dice que nada dura para siempre, incluso esta fría lluvia de noviembre.